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un rincón zumbaba una mosca. No lejos caían, con un ruido monótono, gotas de agua, y el golpe de cada una de ellas sonaba prolongadamente en la estancia: cap, cap, cap...

Sazonka retrocedió un paso y dijo en alta voz:

—¡Adiós, Semeño Erofeevich!

Luego se arrodilló, tocó con la frente el pavimento húmedo y se levantó:

—¡Perdóname, Semeño Erofeevich!—dijo con la misma voz alta y clara.

Cayó otra vez de hinojos y estuvo con la frente pegada al pavimento hasta que le dolió la cabeza.

La mosca no zumbaba ya. Reinaba el profundo silencio propio del lugar donde hay un muerto. Lenta, rítmicamente, caían las gotas de agua, semejantes a lágrimas dulces y cordiales.

IV

El hospital se hallaba en un extremo de la ciudad, y a su espalda empezaba el campo, por donde Sazonka echó a andar.

Extendíase inmenso, monótono, regular, sin árboles ni casas en toda su extensión visible. El Tiento, que agitaba levemente a hierba, parecía una respiración libre y cálida.

Sazonka, al principio, avanzaba por el camino; luego torció a la izquierda, y, a través de los bancales segados el año anterior, se dirigió al río. A trechos, la tierra estaba aún algo húmeda, y Sa-