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nas rotas. Algunas, con aire sombrío, se tiraban de cabeza contra los adoquines. ¡Pam!
Las cajas habitadas por los hombres se habían abierto de pronto; las lindas cajitas forradas de papel. Se veían aún cuadros en las paredes, pero los hombres no estaban ya en ellas; lanzados a la calle, yacían sobre las piedras. La tierra seguía estremeciéndose, pues el trombolista subterráneo, aquel diablo que creía sordo a todo el mundo, no ponía fin a su tocata. ¡Trabajaba a conciencia el diablillo!
Yo estaba ya libre, pero no me daba cuenta de ello. Y no me atrevía a alejarme de la maldita cárcel. Permanecía allí, en pie, contemplando las ruinas. Mis camaradas, que también habían salido a la calle, tampoco se iban. Se estrechaban unos contra otros, asustados, como niños junto a su madre tendida en el suelo, borracha. ¡Vaya una madre!
De pronto, el profesor Pascale dijo:
—¡Mirad!
Un muro que creíamos eterno se había abierto de arriba abajo. El hierro de las rejas estaba retorcido y roto como un trapo podrido.
Hasta entonces, mis manos ni siquiera habían podido conmover aquel hierro, que yo creía el más fuerte de todos, que yo creía eterno y a la sazón me parecía una cosa inútil, despreciable.
En aquel momento, los demás y yo nos perca tamos de que estábamos libres.