—No llores, querida—le decía él—. No hay motivo para llorar.
—Me quedaré sola en el mundo... ¡Oh. Dios mío!...
El escritor acarició la cabeza de su mujer, inclinada sobre sus rodillas, y dijo:
—¡Mira!
Y le mostró el manuscrito. Las lágrimas le impedían ver bien, y las líneas, apretadas, ondulaban ante sus ojos, se quebraban, se confundían.
—¡Mira!—repitió él—. He aquí mi corazón. Permanecerá siempre contigo.
El moribundo esperaba vivir largo tiempo en su libro, pero la pobre mujer se sentía aún más desgraciada escuchándole; su llanto se hizo más desesperado. Ella quería un corazón vivo y no un libro inanimado que todos podían leer, los indiferentes, los desconocidos, sin devoción y sin cariño.
III
Se comenzó a imprimir el libro, que se titulaba: En defensa de los desgraciados. El regente de la imprenta dividió el manuscrito en pequeños fragmentos, y cada cajista no componía sino el suyo, que a veces empezaba por media palabra y carecía de sentido. De la palabra "humanidad", por ejemplo, "huma", a lo mejor, se quedaba en un fragmento, y "nidad", en el que le seguía, iba a parar a manos de otro tipógrafo. Pero eso no te-