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nía importancia, porque los cajistas no leían nunca lo que componían.

—¡Que el diablo le lleve a este escritorcillo! ¡Vaya una letrita que tiene!—dijo uno de ellos, haciendo un gesto de impaciencia y oprimiéndose los ojos con la mano.

Sus dedos estaban negros del polvo del plomo; manchas obscuras de plomo cubrían su rostro y en la saliva que escupía había también plomo.

Otro tipógrafo, joven como él—allí no había viejos—, pescaba en la caja, con una habilidad de mico, las letras y cantaba a media voz:

Eres, negro destino, desgraciado,
desgraciado y pesado como el plomo.

Era lo único que sabía de la canción, y lo repetía sin cesar, al compás de una melodía monótona y melancólica como el ruido de las hojas en otoño.

Los demás permanecían silenciosos, tosían, escupían saliva plomiza. Sobre cada uno de ellos ardía una bombilla eléctrica; más adentro, separada del resto de la tipografía por una pared de tela metálica, se dibujaban las siluetas obscuras de las máquinas en reposo. Asentábanse pesadamente en el suelo de asfalto y tendían sus negros brazos. Eran numerosas, y su energía latente, su fuerza parecía llenar las tinieblas que las envolvían.

Los libros llenaban de tal modo, en hileras abigarradas, los estantes, que no se veían las paredes. Se amontonaban en el suelo, en altos mon-