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bre su espalda, y el muchacho se tambaleaba. Los cocheros de punto le dirigían juramentos. Cuando pensó en la larga distancia que aun le quedaba por andar, se asustó, temió fenecer, dejó el paquete en el suelo y empezó a llorar contemplándolo.
—¿Por qué lloras?—preguntó un transeunte.
No contestó y siguió llorando.
No tardó en formarse en torno suyo un corro de gente. Un guardia de aspecto severo, armado de un sable y de un revólver, subió con Michka y con los libros a un coche de punto, y ordenó al cochero dirigirse al puesto de Policía.
—¿Qué sucede?—preguntó el comisario, levantando los ojos del papel en que estaba escribiendo.
—¡Una carga demasiado pesada!—dijo el guardia severo.
E hizo avanzar a Michka.
El oficial estiró un brazo, luego el otro; después estiró las piernas, calzadas con unas gruesas botas, y, por fin, empezó a hacerle preguntas al muchacho, observándole atentamente.
—¿Quién eres? ¿De dónde eres? ¿Dónde trabajas? ¿Qué edad tienes?
Michka respondió a estas preguntas:
—Me llamo Michka. Soy campesino. Tengo doce años. Trabajo en una librería.
El oficial se acercó, desperezándose, al paquete, y lo levantó un poco.
—¡Diablo! ¡Pesa bastante!—dijo, con tono alegre, como si le diese gusto.