tones. Se apilaban en los dos cuartos obscuros de detrás del almacén. Parecía palpitar silencioso el pensamiento humano encerrado en ellos, y no reinar allí nunca la verdadera calma.
Un señor de barba gris y noble expresión hablaba respetuosamente con alguien por teléfono y, luego de murmurar colérico: "¡Idiotas!", gritó:
—¡Michka!
Su rostro, al entrar Michka, perdió completamente la expresión de nobleza. Enfurecido, profirió, amenazando con el dedo:
—¡Aun te haces esperar, canalla!
El muchacho le miraba asustado. El señor se calmó. Con las manos y con los pies empujó hasta el centro de la estancia un pesado paquete de libros. Intentó levantarlo, pero, no siéndole posible, lo dejó caer.
—¡Llévale eso a Egor Ivanovich!
El muchacho cogió el paquete con ambas manos, y no tuvo fuerza para levantarlo.
—¡Aprisa!—le gritó el señor.
El muchacho entonces hizo un esfuerzo, levantó el paquete y se fué cargado con él.
IV
Como tropezaba en la acera con los transeuntes, se hizo bajar a Michka al arroyo, que estaba cubierto de nieve y parecía enarenado.
El pesado paquete gravitaba excesivamente so-