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—¡Bam, bam, bam!—lanzaba desde lejos y desde lo alto una voz poderosa, impaciente.

Abrí los ojos y comprendí en seguida que las campanas de la próxima aldea de Slobodichi tocaban a fuego y que la aldea estaba ardiendo.

A pesar de estar la habitación obscura, con la ventana cerrada, parecía que toda entera, con sus muebles, sus cuadros y sus flores, se había salido a la calle, atraída por las llamas lúgubres, y se diría que no había paredes ni techo.

No recuerdo cómo me vestí. No sé, tampoco, por qué corrí a la calle solo y no en compañía de los demás. Quizá ellos me olvidaran o yo no me acordase de que ellos existían. Las campanas llamaban insistentes, con una voz sorda que hacía pensar que los sonidos, en vez de atravesar el aire transparente, horadaban espesas capas de tierra. Y acudí al llamamiento.

Las estrellas se habían apagado en el fulgor rosa del cielo. El jardín estaba iluminado como no lo había estado nunca, ni en los días de sol ni en las maravillosas noches de luna. Cuando me aproximé al vallado, vi con sobresalto, al través de las rendijas, algo rojo-escarlata, tempestuoso, terriblemente inquieto. Los altos tilos, como si los bañase un rocío de sangre, agitaban estremecidos sus hojas redondas, que volvían medrosas la cara, pero no se oía su ruido, ahogado por las campanadas breves y potentes. Los sonidos, a la sazón, eran limpios, precisos, y corrían con una celeridad vertiginosa, semejantes, en su carrera por el