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aire, a piedras hechas ascua. No volaban como palomas, al modo de las dulces campanadas del Angelus; no dilataban su sonido en hondas acariciadoras, al modo de las campanadas de las fiestas. Corrían rectas, como heraldos de la desgracia que no tuvieran tiempo de mirar atrás y que llevasen el terror pintado en los ojos.

—¡Bam, bam, bam!

Corrían, corrían con una impetuosidad arrolladora. Los fuertes alcanzaban a los débiles, y todos a la vez se arrastraban por tierra y horadaban el cielo.

Apresurado como ellas, corrí a través de un vasto campo labrado, que iluminaban resplandores color de sangre. Sobre mi cabeza, a una altura terrible, fulguraban chispas aisladas. Ante mí, el incendio devoraba la aldea, que parecía un brasero enorme, en el que se consumían casas, animales y hombres.

Tras la línea irregular de árboles negros, unos de copa esférica, otros agudos como lanzas, se alzaba una llama deslumbrante. Como un caballo enfurecido, enderezaba orgullosamente el cuello, saltaba, esparcía chispas en torno y, rapazmente, bajaba a veces la cabeza, buscando nuevas presas. Yo estaba aturdido por la carrera rápida; mi corazón latía con fuerza; las campanadas sin concierto me herían a la vez en la cabeza y en el pecho, ahogando los latidos de mi corazón. Había tal desesperación en ellas, que no parecían venir de una campana inanimada, sino más bien ser los