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A las siete menos cinco tenía calor.

A las siete menos dos tenía frío.

A las siete en punto comprendí que mi amada no iría.

A las ocho y media era el ser más desgraciado del mundo. Mi gabán estaba abotonado con todos los botones; la gorra casi me tapaba la nariz, enrojecida por el frío; los cabellos de las sienes, el bigote y las pestañas los tenía blancos de escarcha, y los dientes me castañeteaban. Apenanspodía arrastrar las piernas, andaba encorvado y parecía un viejo que volvía al asilo de inválidos.

¡Ella era la causa de todo esto! ¡Diablo de mujer!... Pero no, no había que insultarla: quizá no la hubieran dejado salir, quizá estuviera enferma, acaso hubiera muerto... Acaso hubiera muerto, y yo la insultaba...

II

—Eugenia Nicolayevna estará también allí—me dijo mi compañero, un estudiante, con una absoluta inocencia; pues no podía saber que yo había estado esperándola, tiritando de frío, desde las seis y media hasta las ocho y media.

—¿Sí?—respondí con tono indiferente.

—¡Ah, diablo!—me dije al mismo tiempo. Mi compañero hablaba de la soirée en casa de Polocov. Yo no había estado nunca en tal casa: pero aquella noche iría.

—¡Señores!—grité alegremente—. Hoy es No-