hombres muy diferentes. Jacobo Ivanovich era un viejecillo enjuto, silencioso y severo, que llevaba en invierno y en verano una levita forrada de algodón. Llegaba siempre a las ocho justas, ni un minuto antes ni un minuto después, y cogía en seguida el pedacito de tiza con sus dedos secos, en uno de los cuales llevaba una ancha sortija con un brillante. Lo más enojoso para Maslenikov era la prudencia exagerada de su compañero, que no anunciaba nunca más de cuatro bazas, aunque tuviera en la mano cartas muy seguras. Una vez empezó a "marchar" por los dos, y siguió sin detenerse hasta el triunfo, ganando las trece bazas. Maslenikov tiró con cólera sus cartas sobre la mesa, y el viejecillo las recogió tranquilamente, inscribiendo con el pedacito de tiza sólo las cuatro bazas que había anunciado.
—Pero ¿por qué demonios no ha jugado usted el "gran chelem"?—exclamó Nicolás Dmitrievich (tal era el nombre de Maslenikov).
—¡No juego nunca más de cuatro!—respondió secamente el viejo.
Y añadió con tono doctoral:
—No se sabe nunca lo que puede ocurrir.
Todos los argumentos de Maslenikov eran inútiles. El, a su vez, se arriesgaba siempre, y, como no tenía suerte en el juego, perdía; pero no desmayaba, esperando tomar la revancha en seguida.
Poco a poco se adaptaron el uno al otro y se dejaron mutuamente en plena libertad. Masleni-