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kov seguía arriesgándose, y el viejo seguía anunciando el juego de cuatro.

De esta guisa, jugaban en invierno y verano, en primavera y otoño. El viejo mundo arrastraba siempre la carga de su existencia interminable, ora tiñéndose de sangre, ora vertiendo lágrimas, haciendo resonar en el espacio por donde giraba los gemidos de los enfermos, de los hambrientos y de los oprimidos. Sólo Maslenikov llevaba a veces ecos vagos de aquella vida atormentada y extraña a los jugadores. De cuando en cuando llegaba con retraso, cuando los otros tres se hallaban ya en torno a la mesa de juego, sobre cuyo tapete verde disponían, en forma de abanico, las cartas.

Con sus mejillas sonrosadas, frotándose las manos, Maslenikov ocupaba en seguida su sitio frente a Jacobo Ivanovich, se excusaba y decía:

—¡Hay tanta gente en el bulevar! Su desfile no acaba nunca.

Eufrasia Vasilievna se creía en el deber, como ama de la casa, de no parar mientes en las pequeñas excentricidades de sus huéspedes, y mientras su hermano daba órdenes para que sirviesen el te, y el viejo Jacob Ivanovich, severo y silencioso, preparaba el pedazo de tiza, respondíale cortésmente a Maslenikov:

—Sí, hace buen tiempo... Pero empezaremos, si quiere usted.

Y empezaban.

El elevado cuarto, en cuyas cortinas y muebles acolchados se apagaban todos los ruidos, quedaba