era que Eufrasia Vasilievna anunciase un gran juego. No sabía con qué carta jugar, y dirigía miradas suplicantes a su hermano, mientras los otros dos contertulios, a quienes inspiraban una, piedad caballeresca el sexo débil y su impotencia, le daban ánimos con sonrisas condescendientes y esperaban, sin impacientarse, su juego.
Generalmente, estaban todos serios, graves. Hacía mucho tiempo que las cartas habían dejado de ser a sus ojos cosas inanimadas. Cada palo, cada carta del palo, tenía para ellos individualidad y vida propia. Había palos favoritos y detestados, desgraciados y felices. Las cartas se combinaban entre ellas de un modo variado en extremo, y dicha variedad escapaba a toda regla y todo análisis; pero parecía, sin embargo, obedecer a ciertas leyes inmutables. La vida de las cartas tenía lugar independientemente de la de los jugadores. Los hombres ponían en ellas determinadas esperanzas, y ellas se burlaban, hacían precisamente lo contrario, como si tuviesen voluntad, gustos, simpatías y caprichos. Los corazones iban a parar con frecuencia a Jacobo Ivanovich, y Eufrasia Vasilievna tenía casi siempre una gran abundancia de bastos, aunque no le gustaban. A veces las cartas se ponían caprichosas, y Jacobo Ivanovich no sabía qué hacer con tanto basto, mientras que Eufrasia Vasilievna casi no tenía más que corazones, se alegraba mucho, anunciaba un gran juego y, naturalmente, perdía. Diríase entonces que las cartas se bur-