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A los pocos días volvió a hacer novillos, precisamente un sábado, día en que, con arreglo a las costumbres establecidas, duraba más el juego, y los jugadores se asombraron al saber que Maslenikov padecía una enfermedad cardíaca y que justamente aquel sábado había sufrido un ataque muy fuerte. Después reinó de nuevo el orden. El juego se hizo aún más interesante y más serio, pues Maslenikov ya no hablaba de cosas extrañas a las cartas. De nuevo no se oía sino el runrún de las enaguas almidonadas de la doncella y el suave ruido de los naipes, manejados por los jugadores. Las cartas seguían viviendo su propia vida silente y misteriosa, por completo distinta de la de los hombres. Como antes, se manifestaban respecto a Maslenikov, ora indiferentes, ora malévolas e irónicas, y él veía en ello una especie de fatalidad, algo así como un mal presagio.

Pero he aquí que un jueves, el 26 de noviembre, un extraño cambio se produjo inopinadamente en las cartas. En cuanto el juego comenzó, Maslenikov se vió en posesión de cartas tan buenas que anunció el "pequeño chelem" y ganó. Luego reaparecieron, durante un ratito, los seises; mas volvieron al cabo a desaparecer, y empezaron a presentarse palos enteros. Se presentaban observando riguroso turno, como si todos quisieran gozarse en la alegría de Maslenikov, que no cesaba de anunciar grandes juegos. Todos, sin exceptuar al imperturbable Jacob Ivanovich, estaban asombrados. La emoción de Maslenikov—tan intensa que