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biados con él, y lavan al niño a quien su contacto ha ensuciado.
O acaso no haya nadie en palacio. Acaso hayan huído todos, y no quede en los vastos salones obscuros sino el gentilhombre que ha puesto fin a sus días. Hay que gritar, hay que hacer que salga el monarca y se muestre si está allí aún.
—¡Viva el Vigésimo!
El cielo pálido y turbio de la tarde refleja su melancolía en los pálidos rostros; las nubes se deslizan por él, veloces, como si huyesen asustadas; las enormes ventanas brillan con un fulgor falso, muerto y misterioso.
—¡Viva el Vigésimo!
Un centinela, atropellado por la turba, ha perdido su fusil e intenta sonreír. Se agita mucho el candado de la puerta de hierro. No tardan en aparecer en lo alto de la verja que rodea el palacio enormes frutos negros: cuerpos humanos pendientes de los brazos. Es la muchedumbre que se sube a la verja para ver mejor.
Las nubes parecen mirar, a su vez, con curiosidad, lo que sucede abajo. Los gritos se oyen más frecuentes. Alguien ha encendido una antorcha, y las ventanas de palacio se han teñido de sangre y parecen acercarse a la muchedumbre.
El palacio seguía en silencio. Toda la verja estaba cubierta de hombres. La multitud no tardó en agitarse y llenó el patio, dejándose la verja atrás.
—¡Viva el Vigésimo!