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Entonces se vieron luces pálidas tras las ventanas. Un rostro descompuesto se acercó un instante a un cristal y desapareció. El resplandor iba en aumento. Las luces eran más numerosas a cada instante, se balanceaban, avanzaban, como en una danza fantástica o en una procesión nocturna. Se agruparon luego, bajaron un poco y mostráronse en la terraza el rey y la reina. Tras ellos brillaban las antorchas; pero alumbraban mal el rostro del rey, que se veía con dificultad. Acaso ni siquiera fuesen el rey y la reina.

—¡Luz, luz!—gritó la turba—. ¡No se te ve Vigésimo! ¡Luz, luz!

Los que llevaban las antorchas se colocaron a ambos lados de la terraza, y un fulgor lúgubre alumbró los rostros de la pareja real.

—¡No son ellos! ¡El rey ha huído!—gritaron los revoltosos más distantes.

Pero entre los más próximos a la terraza oyronse gritos alegres de

—¡Viva el Vigésimo!

Los rostros de la pareja real, alumbrados por las antorchas, ya se erguían, ya se inclinaban; el rey y la reina saludaban al pueblo. El Décimonono, el Cuarto, el Segundo saludaban al pueblo. Los seres misteriosos, poseedores de un poder casi sobrehumano, casi divino, saludaban al pueblo, entre el humo rojizo de las antorchas, y tras ellos, en las profundidades del pasado obscuro, también iluminado por el fulgor rojizo, se adivinaba un sinfín de asesinatos, de crímenes, de horrores.