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—Guardamos al tirano.

—¿Por orden de la Comuna?

—No; por nuestra propia voluntad. Somos treinta y seis. Eramos treinta y siete; pero uno ha muerto. Vigilamos al tirano. Vivimos junto a estos muros hace dos meses, o quizá más. Estamos cansados.

—La nación os lo agradece. ¿Sabéis lo que ha ocurrido hoy?

—Sí, hemos oído algo. Vigilamos al tirano.

—¿Habéis oído que se ha proclamado la república, que estamos en plena libertad?

—Sí. Vigilamos al tirano. Estamos cansados.

—¡Abracémonos, hermanos!

Unos labios fríos rozaron apenas los labios ar dientes.

—Estamos cansados. ¡Es tan maligno y peligroso! Noche y día vigilamos todas las puertas y todas las ventanas. Yo vigilo una ventana que vosotros no veréis ahora. ¿Conque decís que la república ha sido proclamada? Muy bien. Pero hemos de volver a nuestros puestos. Estad tranquilos, ciudadanos; duerme. Se nos informa cada media hora. Duerme.

Las siluetas giraron sobre sí mismas, se alejaron y desaparecieron, como sumiéndose en el muro. La torre negra parecía haberse tornado más alta, y a su lado izquierdo se extendía, en dirección a la ciudad, una nube obscura y deforme. Diríase que la torre crecía y tendía las manos. En las tinieblas que la envolvían se encen-