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La ciudad dormía aún en el amanecer severo del gran día trágico. Por las calles circulaban, silenciosamente, grupos regulares de ciudadanos convertidos en soldados. Con un ruido agresivo, inclinada la boca hacia el suelo, pasaban los cañones, cuyo camino iluminaban lucecillas rojizas. Los jefes daban órdenes en voz baja, casi cuchicheando, como si temiesen despertar a alguien de un sueño harto ligero y lleno de angustia. ¿Se temía por el rey, por su seguridad, o acaso se temía al rey?... Nadie lo sabía a punto fijo. Lo cierto es que todos comprendían que era necesario tomar precauciones, reunir todas las fuerzas de que disponía el pueblo.

El día tardaba en llegar. Las nubes, amarillas, espesas y sucias, por las que una mano invisible parecía haber pasado una rodilla mojada, estaban suspendidas sobre los campanarios. Sólo un momento, cuando el rey salía de la torre, apareció el sol entre ellas. Era un buen presagio para el pueblo, un aviso amenazador para el tirano.

El orden del cortejo era el siguiente: por el estrecho corredor que formaban las dos filas de soldados avanzaban, en primer término, numerosos destacamentos armados; seguíanlos los cañones con su ruido ensordecedor; detrás, rodeado de fusiles, de sables y de bayonetas, rodaba lentamente un coche de prisión; seguían al coche más cañones, más destacamentos armados. A lo largo de todo el trayecto, de algunos kilómetros—delante del coche, detrás, a ambos lados—, reinaba