Fuera resonó,, por última vez, el estrépito de los cañones, que rodearon el palacio de un círculo de hierro, y quedaron inmóviles, las bocas dirigidas hacia la ciudad, como amenazando al mundo entero, al Norte y al Sur, al Este y al Oeste.
Penetró un ser exiguo.
Mirado desde los bancos de arriba, era un hombrecillo rechoncho, de movimientos bruscos, aunque poco seguros. Mirado de cerca, era un hombre gordo, de mediana estatura, con una gran nariz, encarnada de frío; con las mejillas nacidas, con los ojuelos grises; una mezcla de benignidad, nulidad y estupidez.
Miró a uno y a otro lado, sin saber si debía saludar o no, y acabó por saludar ligeramente. Permaneció derecho sobre sus piernas zambas, sin saber si podía sentarse. Los otros no dijeron nada; pero él vió una silla a su alcance,.supuso que era para él y se sentó. Al principio ocupó tan solo el borde del asiento, luego se colocó más cómodamente, y, a la postre, adoptó una postura majestuosa.
Debía de estar constipado, pues sacó el pañuelo y, con un placer visible, se sonó dos veces seguidas, haciendo un ruido de trombón con la nariz. Se guardó después el pañuelo, tornó a su postura majestuosa y esperó. Estaba dispuesto.
Era el Vigésimo en persona.