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VII

Se esperaba ver un rey, y en su lugar se presentaba un payaso. Se esperaba ver un dragón, y en su lugar se presentaba un burguesete, con una gran nariz y un pañuelo. Era ridículo, extraño, un si es no es inquietante. ¿Les habrían engañado? ¿Habrían reemplazado al rey con cualquier otro?

—¡Soy yo, el rey!—declaró el Vigésimo.

Sí, era él. ¡Pero tenía gracia! ¡Vaya un rey!

Se sonreían, se encogían de hombros, hacían esfuerzos para no soltar la carcajada; cambiaban, de un extremo a otro del salón, miradas y gestos irónicos, como diciéndose unos a otros:

—¡Tiene gracia el rey!

Los diputados estaban graves, terriblemente graves, hasta pálidos. Sin duda abrumábales su responsabilidad moral; pero el pueblo se divertía. ¿Cómo había podido penetrar en la asamblea? Había penetrado como pasa el agua por las altas ventanas, por las rendijas, quién sabe si por las cerraduras de las puertas.

Centenares de descamisados, vestidos con pingajos fantásticos y multicolores, pero muy corteses y afables, habían invadido el salón. Al estrecharse contra un diputado, le preguntaban:

—¿Os molesto, ciudadano?

Eran muy finos. Como nidos enormes, se colgaban de las ventanas, no dejando pasar el sol, y