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¡Ah, sí! Ahora se acordaban los alumnos. Se estremecieron. Algunos se pusieron pálidos. Hubieran querido volver la cabeza, no ver nada; pero dominados por una curiosidad invencible, miraban a ambos, con un deseo ardiente de que todo se terminase lo más pronto posible.

El "filósofo" Martov le dió con el codo a Avramov y le dijo por señas que pidiese perdón. Pero Avramov no quiso.

—No—dijo—. Tú..

No tuvo tiempo de acabar. Chariguin, sin darse cuenta él mismo, levantó la mano, pegó y sólo se hizo cargo de la fuerza del golpe cuando vió a Avramov tambalearse. Levantando la mano derecha para escudar el rostro contra la bofetada que esperaba de su adversario, miró rápidamente a su alrededor y vió trágico y pálido el rostro, por lo común alegre, del "filósofo" Martov.

—¿Qué diablos le pasa?—pensó.

Luego oyó la voz temblorosa, llena de dolor y reproche, de Avramov, cuya cara no veía.

—Lo que has hecho... Dios te castigará...

Chariguin hizo un gesto de desprecio y se fué con las manos en los bolsillos. Cuando se dirigía a su casa, un sol deslumbrante inundaba las calles. En las aceras mal cuidadas de la pequeña ciudad provinciana se veían charcos de nieve derretida, en los que se reflejaban los faroles y el abismo azul del cielo límpido.

La primavera se acercaba rápidamente. El aire fresco, oliente a nieve derretida y a campos leja-