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nos, limpiaba los pulmones del polvo del colegio, que le parecía entonces a Chariguin obscuro y lleno de una atmósfera irrespirable. Lo que acababa de pasar en él era, a sus ojos, estúpido y vil en extremo. Pensaba que nada de aquello hubiera podido suceder allí, donde el sol brillaba tan alegre, donde cantaban los gorriones como si se hubieran vuelto locos, borrachos de sol.

Su pensamiento no podía apartarse del incidente. Su buen humor se obscurecía a causa de la lástima, un poco orgullosa, que le daba Avramov. ¿Se podía ser así de cobarde? Todos sus compañeros de clase eran partidarios fanáticos de la doctrina de Tolstoi sobre la no resistencia al mal; pero sólo un hombre tímido, apocado, podía aplicar tal doctrina en la vida real. Debía uno defender con todas sus fuerzas sus ideas, la causa que creyera justa. Debía uno armarse hasta los dientes para triunfar en la lucha. Era un canalla el que se dejaba pegar sin protestar.

Chariguin se sentía en aquel momento fortísimo, capaz de hacer frente a todo el mal y de luchar contra él a la desesperada, apretados los dientes, crispadas las manos, hasta el último aliento. ¡Gran Dios, cuándo acabarían sus estudios en el cdlegio y podría ocupar su puesto en la lucha!

Esperando esa hora feliz, avanzaba con paso firme, seguro, en actitud casi de reto. Se veía que era un hombre que sabía repeler todo insulto.

El sol, que había visto tanto en su vida, calen-