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Pero Chura no lo comprendía. Creía que un buen delegado no podía encargarse de poner en práctica sino las buenas determinaciones, y que debía renunciar a la delegación si eran malas.
De nuevo, la muchacha se apartaba del camino lógico, con un salto tan formidable, que Chariguin, perdido el hilo de su raciocinio, se enredó, contra su voluntad, en una discusión inútil sobre los derechos y deberes de los delegados. La discusión hubiera sido interminable si Chariguin, valiéndose de los procedimientos habituales de su adversario, no la hubiera, de pronto, llevado por otros derroteros.
—No siendo él—objetó—sino un simple ejecutor de la voluntad de la clase, ¿por qué Avramov le calificó sólo a él de canalla? En buena lógica, debía calificar de canallas a Potanin y a todos los demás.
—¡Claro que todos sois unos canallas!—declaró sin vacilar Alejandra Nicolayevna.
Chariguin se rió con risa malévola.
—¡Y, sin embargo, sólo a mí me has lanzado el insulto!
—Seguramente, porque tú habrás insistido más que los otros en que había que hablarle al director. ¡De todas maneras ha sido una delación, una cochinería!
La lógica se había ido al diablo. Chariguin sentía que perdía terreno, y seguía argumentando desesperadamente, repitiéndose, embrollándose, enojándose consigo mismo, con Chura, con el