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allí retiradas en busca de asilo. Paseándome a pie por la ciudad, me detuve ante el monumento levantado a la memoria de Juana de Arco. "La verdad es, pensé yo entonces, que cuando Juana libertó a Francia del poder de los ingleses, esta Francia era mucho más libre y macho más Francia que ahora." Singular sensación la de vagar así por una ciudad donde no conoce uno a nadie,ni nadie nos conoce. Hallaba una especie de placer amargo empapándome en mi aislamiento y contemplando una vez más aquella Francia que iba a abandonar, acaso para siempre, sin hablar con nadie y sin que nada me distrajera de la impresión que el país por sí sólo me causaba. Algunas veces los transeuntes se detenían para mirarme, porque creo que, a mi pesar, tenía yo una expresión dolorida; pero al punto continuaban su camino: ya es muy añeja la costumbre de ver sufrir.

A cincuenta leguas de la frontera de Suiza, Francia está erizada de ciudadelas, de cárceles, de ciudades que sirven de prisiones, y sólo se ve por doquiera individuos oprimidos por la voluntad de uno solo, reclutas del infortunio, encadenados todos en lugares distantes de donde quisieran vivir. En Dijón, los prisioneros españoles que se habían negado a prestar el juramento de fidelidad, iban a la plaza de la ciudad a tomar el sol al mediodía, por considerarlo entonces un poco compatriota suyo; embozados en sus capas, muchas de ellas rotas, que llevaban con nobleza, se by