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pe la armazón de mis ensueños; por un momento aún pensé embarcarme para América, esperando que el navío fuese apresado en el camino; pero mi salud estaba harto quebrantada para una determinación tan enérgica, y como sólo podía elegir entre América o Coppet, me decidí por lo último; un profundo sentimiento me llevaba siempre hacía Coppel, no obstante las desazones que allí me hacían pasar.

Mis dos hijos fueron a ver al Emperador en Fontainebleau, donde entonces se encontraba, pero les dijeron que si continuaban allí los prenderían; menos aún podía yo ir. Tenía que volverme a Suiza desde Blois, sin acercarme a París a menos de cuarenta leguas. El ministro de Policía declaró en lenguaje de corsario que a treinta leguas se me consideraría buena presa. De suerte que cuando el Emperador ejerce el arbitrario derecho de destierro, ni la persona desterrada, ni sus hijos, ni sus amigos, pueden llegar hasta él para defender la causa del infeliz a quien separan de sus afectos y costumbres. Y los destierros, que ahora son irrevocables, sobre todo cuando se trata de mujeres, esos destierros que el Emperador mismo ha llamado con razón proscripciones, se decretan sin escuchar excusa alguna, suponiendo que el yerro de desagradar al Emperador la admita.

No obstante las cuarenta leguas prescritas, tuve que pasar por Orleáns, ciudad bastante triste, pero en la que habitaban personas muy piadosas,