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ría ganar diez días, pero nada más. Quise saber por qué me privaban de la compañía del señor Schlégel, amigo mío y de mis hijos. El gobernador, que, como la mayor parte de los agentes del Emperador, tenía la costumbre de envolver en frases dulzonas actos durísimos, díjome que el Gobierno, en interés mío, alejaba de mi casa al señor Schlégel, que me volvía antifrancesa. Verdaderamente conmovida por la paternal solicitud del Gobierno, pregunté qué había hecho el sefior Schlégel contra Francia; el gobernador me objetó sus opiniones literarias, y entre ellas un folleto en el que, al comparar la Fedra de Euripides con la de Racine, daba la preferencia a la primera. Era fina delicadeza en un monarca corso tomar así partido por los más sutiles matices de la literatura francesa. Pero la verdad era que desterraban al señor Schlégel por amigo mío, porque su conversación animaba mi soledad y porque empezaban a aplicar el sistema que más adelante se manifestó de encerrarme en mi alma como en una cárcel, privándome de todos los placeres del ingenio y de la amistad.

Tomé de nuevo la resolución de irme, a la que tantas veces había renunciado ya por no separarme de mis amigos ni de las cenizas de mis padres. Pero antes tenía que resolver una gran dificultad: decidir de qué modo me marcharía. El Gobierno francés ponía tales trabas al pasaporte para América, que ya no me atrevia a recurrir a este medio. Además, temía con fundamen-