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¡Ah, cuán bien quistos serían los franceses si recobrasen la libertad! Ellos serían los primeros en despreciar a sus aliados de hoy. Me apeé en el patio del castillo derrumbado; el guarda, su mujer y sus hijos vinieron a besarme las rodillas. Valiéndome de un mal intérprete, les dije que conocía a la princesa Lubomirska; este nombre bastó para ganar su confianza; aunque me presentaba con un arreo menos que modesto, no pusieron en duda lo que les dije. Me abrieron una sala parecida a un encierro; en el momento de entrar llegó una mujer a quemar perfumes. No había allí pan blanco, ni carne; pero sí un exquisito vino de Hungría, y por doquiera veíanse restos de magnificencia junto a la mayor miseria. Este contraste abunda en Polonia; en las casas mismas donde reina una refinada elegancia, no hay camas. Todo parece esbozado en este país, y nada concluído; pero la bondad del pueblo y la generosidad de los grandes excede a toda ponderación; unos y otros se conmueven fácilmente por todo lo bueno y lo bello; los agentes de Austria parecen hombres de palo, comparados con una nación tan sensible.

Por fin llegó el pasaporte de Rusia, causándome tal alegría, que mi agradecimiento durará toda mi vida. Al mismo tiempo, mis amigos de Viena habían conseguido apartar de mí el maligno influjo de los que me atormentaban para agradar a Francia. Acaricié la idea de verme ya esta vez al abrigo de nuevos contratiempos; pero olvidaba que la circular ordenando a los capitanes de círcu-