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cuciones de detalle que no hacen más que excitar el odio sin contenerlo. De todos modos, el espectáculo de una nación sometida por otra era penoso; hacen falta varios siglos para que la unidad se consolide y para que los nombres de vencedor y vencido se borren.

En Gimotir, capital de Volhynia, me contaron que el ministro de Policía ruso había ido a Vilna con la misión oficial de preguntar el motivo de la agresión del Emperador Napoleón y de protestar en forma contra su entrada en el territorio de Rusia. Cuesta trabajo creer los innumerables sacrificios que el Emperador Alejandro ha hecho para mantener la paz. En efecto, lejos de poder acusar Napoleón al Emperador Alejandro de haber infringido el tratado de Tilsit, hubiera podido más bien reprochársele una fidelidad demasiado escrupulosa a un tratado tan funesto; era Alejandro quien hubiera tenido derecho a declarar la guerra a Napoleén por haber faltado el primero a lo convenido. En su conversación con el señor de Balasheff, ministro de Policía, el Emperador de Francia se entregó a esas inconcebibles indiscreciones que parecerían descuidos si no se supiera que le conviene aumentar el terror que inspira mostrándose superior a todo género de disimulo. "¿Creéis—dijo al señor de Balasheff—que a mi me importan esos polacos jacobinos?" Se asegura, en efecto, que existe una carta, dirigida hace varios años al señor de Romanzoff por uno de los ministros de Napoleón, en la que se propo-