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bres han tomado en muchas cosas. La Ukrania es un país fertilísimo, pero nada agradable; vense grandes llanuras de trigo que parecen cultivadas por manos invisibles, tan escasos son los habitantes y las viviendas. No hay que figurarse que las cercanías de Kiew, ni de la mayor parte de las que en Rusia llaman ciudades, recuerden en nada a las ciudades de Occidente; ni los caminos están mejor cuidados, ni hay casas de campo que anuncien una comarca más poblada. Al llegar a Kiew, lo primero que vi fué un cementerio; así supe que me hallaba cerca de una aglomeración humana. La mayor parte de las casas de Kiew parecen tiendas; desde lejos, la ciudad tiene aspecto de campamento; es fuerza creer que las viviendas ambulantes de los tártaros han servido de modelo para edificar estas casas de madera, que no parecen tampoco muy sólidas. Pocos días bastan para construirlas; frecuentes incendios las consumen, y los habitantes van al bosque en busca de una casa, como quien va al mercado a hacer provisiones para el invierno. Sin embargo, en medio de esas cabañas se alzan palacios, y, sobre todo, iglesias, cuyas cúpulas verdes y áureas fascinan la mirada. Al caer la tarde, el sol flecha con sus rayos los cimborrios brillantes, y sus destellos parecen los de una fiesta luminosa, y no arrancados a un edificio perenne.

Los rusos no pasan nunca ante una iglesia sin hacer la señal de la cruz; su luenga barba aumenta mucho la expresión religiosa de su fisonomía.ty