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su enojo contra mí, reprendió públicamente a su hermano mayor, José Bonaparte, porque venía a mi casa. José se creyó obligado a no poner los pies en ella durante unas cuantas semanas, y su ejemplo fué seguido por las tres cuartas partes de mis amistades. Los proscritos del 18 fructidor pretendían que en esa época había yo cometido un error recomendando a Barrás al señor de Talleyrand para el ministerio de Negocios Extranjeros, y ahora no se separaban del lado del mismo Talleyrand, que me acusaban de haber protegido. Todos los que se portaban mal conmigo, se guardaban bien de decir que obedecían al temor de desagradar al Primer Cónsul; pero cada día inventaban un nuevo pretexto para perjudicarme, descargando toda la energía de sus opiniones políticas sobre una mujer perseguida e indefensa, y prosternándose ante los jacobinos más viles en cuanto el Primer Cónsul los regeneraba con el bautismo de su favor.

El ministro de Policía, Fouché, me llamó para decirme que el Primer Cónsul sospechaba que por excitaciones mías uno de mis amigos había hablado en el Tribunado. Respondí, cosa seguramente cierta, que, tratándose de un espíritu tan elevado como el señor Constant, no era de razón achacar sus opiniones a una mujer, y que, por lo demás, el discurso de que tratábamos sólo contenía, en absoluto, reflexiones sobre la independencia de que toda asamblea deliberante debe gozar, y no había en él una sola palabra que pudiera molestar personalmente al Primer Cónsul. El ministro convino en