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soporté bastante bien la primera y la segunda; pero a medida que las cartas se sucedían, fuí perdiendo la calma. En vano apelé a mi conciencia, que me había aconsejado renunciar a todas las ventajas unidas al favor de Bonaparte; las personas que me censuraban eran tantas y tan honradas, que no tuve firmeza bastante para apoyarme en mi personal modo de ver. Bonaparte no había, en rigor, cometido aún falta alguna; muchos aseguraban que preservaba a Francia de la anarquía. En fin, si en aquel momento me hubiese enviado a decir que se reconciliaba conmigo, creo que mi impresión hubiese sido más bien de contento; pero Bonaparte no quiere reconciliarse con nadie sin exigirle una bajeza, y para determinarle a ella suele dejarse arrebatar por un furor como hecho de encargo, que aterroriza y subyuga. No quiero decir con esto que Bonaparte no sea verdaderamente arrebatado; en él, todo lo que no es cálculo es odio, y el odio se manifiesta de ordinario con ira; pero el cálculo prepondera en su ánimo, hasta el punto de que nunca demuestra más ira de la que le conviene, según las circunstancias y las personas. Un amigo mío le vió cierto día enfurecerse contra un comisario de guerra que no había cumplido con su deber; apenas el pobre hombre se retiró tembloroso, Bonaparte se volvió hacia uno de sus ayudantes, y le dijo riendo: "Me parece que le he dado un buen susto"; y un momento antes hubiera podido creerse que estaba fuera de sí.

Cuando al Primer Cónsul le convino dar suelta a