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nar la servidumbre, están destinadas a ser vencidas. A menudo me pongo a pensar en lo que serán ahora aquellos lugares de Rusia que yo vi tan en calma, lo que será de aquellas muchachas, de aquellos barbudos campesinos que seguían en paz la senda trazada por la Providencia; habrán muerto o habrán huído, porque ninguno se ha puesto al servicio del vencedor. Una cosa digna de notarse es el vigor del espíritu público en Rusia. La reputación de invencible que han dado a esta nación sus repetidos triunfos, la altivez natural de los grandes, el carácter abnegado del pueblo, la religión, de tan arraigado poderío, el odio a los extranjeros que Pedro I trató de extirpar, pero que alienta en el corazón de los rusos y se yergue en las ocasiones propicias, son causas que conjuntamente hacen de esta nación un pueblo muy enérgico. Algunas anécdotas aviesas de los reinados precedentes, los rusos entrampados en París y ciertas frases ingeniosas de Diderot, han hecho creer a los franceses que Rusia consiste en una corte corrompida, en unos oficiales palatinos y en un pueblo de esclavos; es un gran error. Es cierto que a una nación como ésta no se la conoce en circunstancias ordinarias, sino después de detenidísimo examen; pero cuando yo la observé, todo adquiría en ella gran realce; no puede contemplarse un país a una luz más favorable que la del infortunio arrostrado con valor. No me cansaré de repetir que esta nación presenta los contrastes más llamativos, procedentes acaso de la