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mezcla de la civilización europea y del carácter asiático.

La acogida de los rusos es tan afectuosa, que pudiera uno creerse ligado amistosamente con ellos desde el primer momento, y acaso al cabo de diez años no llega uno a estarlo todavía. El silencio ruso es cosa extraordinaria; versa únicamente sobre aquello que les inspira vivo interés. De todo lo demás hablan cuanto se quiera, pero su conversación prueba tan sólo su cortesía; jamás descubre sus sentimientos ni opiniones. Con frecuencia se les ha comparado a los franceses; esta comparación me parece la más falsa del mundo.

Su flexibilidad orgánica les facilita la imitación en toda cosa; son ingleses, franceses o alemanes en sus modales, cuando las circunstancias les incitan a ello; pero nunca dejan de ser rusos, es decir, impetuosos y reservados al mismo tiempo, más capaces de pasión que de amistad, más altivos que delicados, más devotos que virtuosos, más valientes que caballerescos, y de tal modo violentos en sus deseos, que nada les detiene cuando se trata de saciarlos. Son mucho más hospitalarios que los franceses; pero el trato social no consiste para ellos, como para nosotros, en reunirse varios hombres y mujeres de buen ingenio que se recrean conversando. Reúnense como quien va a una fiesta, para ver mucha gente, para gozar con los frutos y los productos raros de Europa y Asia, para oír músicas, para jugar; en fin, para entregarse a las vivas emociones suscitadas por los