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podría pasearse por la misma torre desde donde admiraba yo la ciudad que iba a destruir con su presencia; un momento consideré con qué orgullo reemplazaría Napoleón en el palacio de los Zares al jefe de la gran horda que también logró en otro tiempo apoderarse de él; pero la hermosura del cielo disipó mi temor. Un mes más tarde, la espléndida ciudad estaba hecha ceniza, para que pudiera decirse que todo país aliado una vez con aquel hombre sería arrasado por el fuego de que a su antojo dispone. ¡Pero los rusos y su monarca han rescatado con creces aquel error! El mismo infortunio de Moscou ha regenerado al imperio; la ciudad religiosa ha perecido como un mártir, cuya sangre, al verterse, da fuerzas nuevas a los hermanos que le sobreviven.

El famoso conde Rostopschin, de cuyo nombre están llenos los Boletines del Emperador, fué a visitarme y me invitó a comer en su casa. Había sido ministro de Negocios Extranjeros de Pablo I; su conversación era, original, y fácilmente se adivinaba que su carácter se mostraría con mucho vigor en cuanto las circunstancias lo reclamasen.

La condesa Rostopschin tuvo a bien regalarme un libro que había escrito sobre el triunfo de la Religión, de estilo tan puro como su moral. Fuí a visitar a la condesa en su posesión, dentro de Moscou; para llegar a su casa había que atravesar un lago y un bosque; el propio conde Rostopschin puso fuego a esta casa, una de las residencias más agradables de Rusia, al acercarse el ejército