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allá estaba la hermosa biblioteca que el conde de Buterlin tardó treinta años en reunir; entre sus libros había algunos anotados por el propio Pedro I. Este grande hombre no sospechó que la misma civilización europea, tan envidiada, iría a devastar los establecimientos de instrucción pública que él fundó en el corazón de su imperio para dar fijeza, mediante el estudio, al espíritu inquieto de los rusos.

Más lejos estaba la Inclusa, una de las instituciones más conmovedoras de Europa; en cada barrio de la ciudad había notables hospitales para todas las clases de la sociedad; en fin, por doquiera se mostraban la beneficencia y las riquezas; no se veían más que edificios de lujo o de caridad, iglesias o palacios, construídos para el bienestar y esplendor de una vasta porción de la especie humana. Veía también el curso sinuoso del Moskowa, río que desde la última invasión de los tártaros no había recibido una gota de sangre en sus ondas. El día era espléndido; el sol parecía recrearse en derramar sus rayos sobre las cúpulas resplandecientes. Pensé en el anciano arzobispo Platón, que acababa de escribir al Emperador Ale jandro una carta pastoral, cuyo estilo oriental me había conmovido profundamente; desde los confines de Europa, el arzobispo enviaba una imagen de la Virgen para conjurar, lejos de Asia, al hombre que quería echar sobre los rusos el peso de todas las naciones que había ido encadenando a su paso. Por un momento, pensé que Napoleón !