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plar su tumba en París, exclamó: "Grande hombre! Daría la mitad de mi imperio por aprender de ti a gobernar la otra mitad." El Zar fué en tal ocasión demasiado modesto, porque tenía sobre Richelieu, en primer término, la ventaja de ser un gran guerrero, y, además, el fundador de la marina y del comercio de su país; mientras que Richelieu no hizo más que gobernar tiránicamente en el interior y astutamente en el exterior.

Pero volvamos a Novogorod. Ivan Vasiliewitch se apoderó de la ciudad en 1470, y abolió sus libertades; hizo trasladar a Moscou, al Kremlin, la gran campana llamada en ruso Wetchevoy Kolokol, a cuyo tañido se reunían en la plaza los ciudadanos para deliberar acerca de los intereses públicos. Al perder su libertad, Novogorod vió disminuir diariamente su población, su comercio, sus riquezas; tan asolador es el hálito del poder ar bitrario, dice el mejor historiador de Rusia. Todavía hoy presenta la ciudad de Novogorod un aspecto de singular tristeza; su vasto recinto anuncia que la ciudad fué en otro tiempo grande y populosa; pero sólo se ven casas desparramadas, cuyos moradores parecen puestos allí como las figuras implorantes sobre las tumbas. El mismo espectáculo ofrece tal vez ahora aquella hermosa ciudad de Moscou; pero el espíritu público que la ha reconquistado sabrá reconstruirla.

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