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de nuevo el placer de conversar, y de conversar en París, que siempre ha sido para mí, lo confieso, el más sabroso de todos. No había en mi libro una sola palabra acerca de Bonaparte, y expresaba con vigor, a juicio mío, sentimientos muy liberales.

Pero entonces la Prensa distaba de hallarse aherrojada como ahora; el Gobierno ejercía la censura sobre los periódicos y no sobre los libros, distinción que podía admitirse si se hubiese usado la censura con moderación, porque los periódicos ejercen una influencia popular, mientras que la mayor parte de los libros sólo se leen por hombres instruídos, y pueden ilustrar la opinión, pero no inflamarla. Después se ha instituído en el Senado, creo que por escarnio, una Comisión de la libertad de la Prensa y otra de la libertad individual, cuyos miembros se renuevan aún cada tres meses. Ciertamente, los obispados in partibus y las sinecuras de Inglaterra dan más que hacer que esas Comisiones.

Después de mi obra sobre la Literatura, publiqué Delfina, Corina, y, por último, mi libro sobre Alemania, que fué prohibido cuando iba a ver la luz. Pero aunque este último escrito me haya valido persecuciones muy amargas, siguen pareciéndome las letras una fuente de goces y de consideración social, incluso para una mujer. Atribuyo los sufrimientos de mi vida a las circunstancias que, apenas empecé a figurar en el mundo, me asociaron a los intereses de la libertad sostenidos por mi padre y sus amigos; pero el talento a que debo mi