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no sabe vivir más que en continua fiesta; en él se descubre claramente la vivacidad en los gustos que explica los defectos y las cualidades de los rusos. La casa del señor de Narischkin está siempre abierta para sus amigos, y cuando sólo tiene veinte invitados, le parece que vive en una soledad de filósofo, y se aburre. Servicial con los extranjeros, siempre en movimiento, tiene, sin embargo, toda la capacidad de reflexión necesaria para conducirse bien en la Corte; ávido de los goces de la imaginación, sólo encuentra esos placeres en las cosas, nunca en los libros; impaciente en todas partes, menos en la Corte, espiritual cuando le conviene serlo, suntuoso más bien que ambicioso, busca en todo cierta grandeza asiática, en que la fortuna y el rango destacan mucho más que las cualidades inherentes a la persona.

Su casa de campo es todo lo agradable que una naturaleza creada por la mano del hombre puede serlo; todo el país circundante es árido y pantanoso; aquella residencia es un oasis. Desde la azotea se ve el golfo de Finlandia, y se vislumbra en la lejanía el palacio que Pedro I mandó construir en la costa; pero el terreno que hay hasta el mar y el palacio está casi inculto, y el parque del señor Narischkin es el único regalo que encuentran los ojos. Comimos en la casa de los Moldavos, es decir, en una sala construída según el gusto de estos pueblos; estaba dispuesta para defenderse del calor del sol, precaución harto inútil en Rusia. Sin embargo, la imaginación se