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aferra de tal modo a la idea de que el pueblo ruso vive en el Norte por puro azar, que parece natural volver a encontrar allí las costumbres del Mediodía, como si más tarde o más temprano los rusos hubieran de trasladar a Petersburgo el clima de su antigua patria. Frutas de todos los países cubrían la mesa, según la costumbre oriental de no mostrar en aquélla más que ese manjar, mientras que una multitud de servidores presentan a cada invitado las verduras y las carnes necesarias para su alimento.

Oímos después una música de trompas, peculiar de Rusia, de la que se ha hablado mucho.

De veinte músicos, a cada uno le está encomendada una sola nota que repite siempre que la obra lo requiere; así, cada uno de estos hombres lleva el nombre de la nota que está encargado de ejecutar. Viéndolos pasar se dice: éste es el sol, el mi o el re del señor de Narischkin. Las trompas van engrosando de una en otra fila; alguien ha llamado con razón a este conjunto un órgano viviente. Desde lejos, el efecto es muy hermoso; la precisión y pureza de la armonía despiertan muy nobles pensamientos; pero el placer disminuye al acercarse a los pobres músicos que están allí como tubos, emitiendo un sonido sin poder participar en la emoción que producen; no es agradable ver transformadas las bellas artes en artes mecánicas, susceptibles de ser enseñadas a la fuerza, como el ejercicio.

Unos habitantes de Ukrania, vestidos de rojo,