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que tan débil defensa nos separa, es una tortura.

El señor Schlégel advirtió el pavor que me inspiraba la frágil embarcación que iba a llevarnos a Estocolmo. Cerca de Abo me enseñó la prisión en que uno de los más infortunados reyes de Suecia, Eric XIV, había estado encerrado durante algún tiempo, antes de morir en otra prisión cerca de Gripsholm. "Si estuviéseis ahí—me dijo, ¡cómo envidiaríais la travesía por mar que ahora os asusta!" Esta reflexión tan justa cambió el curso de mis ideas, y los primeros días de navegación fueron bastante agradables. Pasábamos entre islas, y aunque el peligro cerca de la costa sea mucho mayor que en alta mar, no se siente nunca el terror que infunde la vista de las olas, que al parecer se confunden con el cielo. Esforzábame por ver la tierra en el horizonte, en cuanto la distancia me lo permitía; lo infinito es tan terrible a nuestros ojos como placentero al alma.

Pasamos ante la isla de Aland, donde los plenipotenciarios de Pedro I y de Carlos XII trataron la paz e intentaron poner límites a su ambición sobre aquella helada tierra, que sólo la sangre de sus súbditos había calentado por un momento.

Esperábamos llegar al día siguiente a Estocolmo; pero el viento, decididamente contrario, nos obligó a echar el ancla en la costa de una isla rocosa, en la que crecían algunos árboles, no mucho más altos que las piedras entre que brotaban.

Sin embargo, nos apresuramos a ir a pasear por la isla, para sentir la tierra bajo nuestros pies.