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balmente, la falta de animados goces es la que con frecuencia conduce a la desesperación, porque es más difícil resignarse, y sin resignación son insoportables las vicisitudes de la existencia.

El prefecto de Ginebra no había recibido orden de negarme los pasaportes para París; pero yo sabía que el Primer Cónsul había dicho ante su círculo de amigos que lo mejor que yo podía hacer era no volver, y en asuntos de esta indole tenía ya la costumbre de declarar su voluntad en la conversación para que le evitaran el dar órdenes, adelantándose a ellas. Si en esa forma hubiese dicho Bonaparte que tal o cual individuo se debía ahorcar, creo que hubiera llevado muy a mal que el súbdito no obedeciese sumisamente la insinuación, yendo a comprar la cuerda y a preparar la horca. Otro síntoma de la malquerencia de Bonaparte hacia mí fué la forma en que los periódicos franceses hablaron de mi novela Delfina, publicada por entonces; se les ocurrió proclamarla inmoral, y una obra aprobada por mi padre fué condenada por aquellos censores cortesanos. Podría tal vez hallarse en el libro el impulso juvenil y el ardiente deseo de ser feliz (que diez años, diez años de sufrimiento) me han enseñado a encauzar de otro modo. Pero mis críticos eran incapaces de percibir un defecto de esa índole, y no hacían más que obedecer a la misma voz que les había ordenado hacer trizas la obra del padre antes de atacar la de la hija. De