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todos lados nos llegaban noticias, en efecto, de que la verdadera razón de la cólera del Primer Cónsul era el último escrito de mi padre, en el que se trazaba de antemano toda la armazón de su Monarquía.

A mi padre le gustaba vivir en París tanto como a mí, y a mi madre, durante su vida, le sucedía lo propio. Me causaba profunda tristeza estar separada de mis amigos, y no poder dar a mis hijos el gusto especial por las bellas artes, que con dificultad se adquiere viviendo en el campo. Me escribió el Cónsul Lebrun, y como en su carta no había nada definitivo en contra de mi regreso, y sí solamente insinuaciones maliciosas, formé muchos proyectos para volver y para probar si el Primer Cónsul, que aún guardaba miramientos a la opinión pública, querría afrontar el escándalo que produciría mi destierro. Mi padre era tan bueno, que se reprochaba haber contribuído a estropear mi porvenir, y concibió la idea de ir personalmente a París para hablar al Primer Cónsul en mi favor. Confieso que en el primer momento acepté la prueba de abnegación que me ofrecía mi padre; tenía yo tal idea del ascendiente que debía ejercer su presencia, que me parecía imposible que nadie se le resistiera.

Su edad, la expresión tan bella de sus miradas, su mucha nobleza de alma, junto con la agudeza de su entendimiento, parecíanme que debían cautivar al mismo Bonaparte. Aún no sabía yo entonces hasta qué punto el Primer Cónsul estaba