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ximas declamatorias sobre la crueldad que se cometería privando a los pastores relegados en las montañas de su única diversión, que eran las asambleas populares; y añadió—cosa que le tocaba más de cerca—las razones que tenía para desconfiar de los cantones aristocráticos. Insistió mucho en la importancia que Suiza tenía para Francia. He aquí sus mismas palabras, tal como están consignadas en un relato de aquel coloquio: "Declaro que desde que estoy al frente del Gobierno, ninguna potencia se ha interesado en favor de Suiza; soy yo quien ha hecho reconocer la República helvética en Luneville; Austria no se ocupaba de eso lo más mínimo. Quise hacer lo mismo en Amiens, e Inglaterra se negó; pero Inglaterra no tiene nada que ver con Suiza. Si esa potencia hubiese expresado el recelo de que yo pretendiera ser vuestro landamman, lo hubiese sido inmediatamente. Se ha dicho que Inglaterra favorecía vuestra. insurrección última; a la menor gestión oficial de su Gobierno, y con una sola palabra de este asunto, publicada en la Gaceta de Londres, os hubiera incorporado a Francia." ¡Increíble lenguaje! Así, la existencia de un pueblo que ha conquistado su independencia en el centro de Europa, mediante esfuerzos heroicos, y que durante cinco siglos la ha conservado por su moderación y su cordura, hubiese sido destruída por un impulso de mal humor que la menor cosa podía provocar en un ser tan caprichoso. Bonaparte añadió en esta misma conversación que era desagradable