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ba yo la vida que circulaba en la naturaleza, la de los pájaros, la de las moscas, que volaban en torno mío; sólo deseaba un día, un solo día para hablarle una vez más, para excitar su piedad; envidiaba a los árboles de las selvas, cuya duración se prolonga a través de los siglos; pero hay en el inexorable silencio de la tumba algo que confunde al espíritu humano; verdad harto conocida; mas no por eso la impresión es menos viva e imborrable. Al acercarme a la casa de mi padre, uno de mis amigos me mostró, sobre la montaña, unas nubes semejantes a una gran silueta de hombre que desaparecía en el ocaso, y me pareció que el cielo me ofrecía así un símbolo de lo que acababa de sucederme. Era grande, en efecto, el hombre que en todas las circunstancias de su vida prefirió a sus intereses más importantes sus más pequeños deberes; el hombre cuyas virtudes estaban de tal modo inspiradas por su bondad, que hubiera podido prescindir de los principios, y cuyos principios eran tan firmes, que hubiera podido prescindir de la bondad.

Al llegar a Coppet supe que mi padre, durante los nueve días que duró su enfermedad, se había ocupado constantemente de mi suerte con inquietud. Reprochábase su último libro como causa de mi destierro; con mano temblorosa escribió durante la fiebre una carta al Primer Cónsul, afirmándole que yo no había tenido nada que ver en la publicación de su obra, y que, por el contrario, me había opuesto a su impresión. ¡Era 7

Diez años
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