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—¡Vamos á llegar muy tarde!—exclamó de pronto tatita.—Cortemos campo.

—¡Cortemos!—contesté, poniendo la cabeza del caballo en dirección á Los Sunchos, sin abandonar el galope.

El camino daba un gran rodeo para evitar un bañado intransitable en la época de las lluvias; aquella larga curva podía acortarse en una tercera parte tomando la línea recta, la cuerda, como si dijéramos, pero el trayecto no era muy cómodo, porque el campo, cubierto de grandes matas de cortadera y de hierbas altas, tenía, además, vastos limpiones llenos de viscacheras.

Afortunadamente la pálida mancha de estos rompecabezas basta para advertir del peligro á un jinete experimentado, aun en la obscuridad de la noche, sobre todo si monta un caballo «vaqueano», uno de nuestros criollos de tan agudo instinto campero.

Me adelanté, pues, al galope largo, fiándome de mi cabalgadura que evitaba matorrales y viscacheras atento á todos los detalles, moviendo sin descanso las orejas, y habría galopado un cuarto de hora, cuando me pareció oir un grito.

Detuve en seco el caballo y escuché. No oí nada más, ni siquiera el galope del zaino de tatita, cuyas herraduras debían resonar, sin embargo, en la tierra del bañado, dura entonces por la sequía como un pavimento de asfalto.

¿Qué significaba aquello? Alarmado volví grupas y corrí hacia atrás á rienda suelta. Nada veía, nada oía. Mi caballo dió de repente una terrible espantada junto á una viscachera, y echó á disparar pesando violentamente sobre el freno. Á duras penas logré contenerlo, y, acariciándolo le obligué á volver al paso hacia la viscachera, contra toda su voluntad... ¡Qué espectáculo! Primero entreví, lleno de susto, la masa del zaino que, con las patas rotas, resollaba