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y resoplaba lastimeramente. Un poco más lejos estaba tatita, tendido en la tierra petrificada de la viscachera. Me tiré del caballo, corriendo en su auxilio. Una larga herida le cruzaba el cráneo, bañándolo en sangre. No respiraba; el corazón parecía no latir...

Volví la vista á todos lados. El camino estaba lejos, y por el bañado no pasaba nadie, sobre todo á aquellas horas. ¿Qué hacer? ¿Dejar á tatita y correr en busca de socorro, ya que ni agua tenía á mi alcance para tratar de hacerlo volver en sí? No había otro partido que tomar.

Lo recosté lo mejor que pude, le hice una almohada con mi blusa y mi poncho, observé de nuevo si respiraba, si se movía, y, convencido de lo contrario, con el corazón en la boca, monté y emprendí la más desesperada de las carreras hacia Los Sunchos, cuyas luces se veían á la distancia.

Azorado y sin poder coordinar bien las ideas, traté, sin embargo, de reconstruir el accidente:

preocupado por un asunto que podía significarle la pérdida de una crecida suma de dinero, tatita se había distraído, confiando en el instinto del viejo caballo, que conocía perfectamente el campo en muchas leguas á la redonda.

Pero el zaino habría tenido también su momento de distracción, bastante para meter las manos en una cueva de viscacha, «bolearse» y proyectar á su jinete á varios metros de distancia.

El pobre tatita debió dar con la cabeza en la tosca dura que rodeaba las viscacheras... ¿Estaría muerto? ¡No! Semejante fin no era el de un hombre como él. Una simple «rodada» no acaba con los gauchos de su temple. ¡No! Cuando mucho, sufriría un largo desmayo y la herida sería fácil de curar... La primera juventud se rebela contra la idea de la muerte.

Volví con gente que, por fortuna, encontré