Página:Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira (1911).djvu/118

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—escribía don Higinio,—se substituirá fácilmente á Gómez y seguiremos gozando del favor del Gobierno.» Aquella mañana, en el vasto corralón de Varela, se reunieron unos cuantos centenares de personas—gente del campo y peones municipales, en su mayoría,—capitaneadas por Casajuana, Guerra y Suárez, á quienes servíamos de tenientes Miró, Valdez, Martirena, Antonio Casajuana, el doctor Merino, de la Espada, yo y otros. Se había preparado un asado con cuero—una vaquillona carneada probablemente en la estancia de algún opositor,—y las damajuanas de vino y las «frasqueras» de ginebra prometían un gran entusiasmo popular. En este animado escenario me estrené como orador, repitiendo, palabra más, palabra menos, algunos editoriales de de la Espada:

«Hay que sacrificarlo todo generosamente por el bien del país. Las ambiciones desmedidas de algunos ciudadanos, suelen poner en peligro la marcha de nuestro partido, el más noble, el más puro, el más progresista, el único que se ha mostrado capaz de gobernar...

Esas ambiciones deben ser arrancadas de raíz, como la mala hierba. Si los ambiciosos no renuncian voluntariamente á ellas, los verdaderos patriotas deben quebrar sus apetitos en sus propias manos como un arma funesta (frase original, calurosísimamente aplaudida). Además, ya es hora de que se abra paso á los hombres nuevos. En la política, como en la milicia, hay una edad para el retiro, y el Gobierno, como el Ejército, debe completarse con sangre joven. Y, por último, á nada aspiro personalmente, nada deseo, pero mi mismo desinterés me autoriza á recomendar á mis correligionarios la más severa disciplina y la más estricta obediencia á los mandatos de nuestros