En cuanto supe esto y antes de que pudiera hacerse público, renuncié á esperar otra oportunidad, y ya no traté de tomar reunidos á los presuntos revolucionarios. Usando de los plenos poderes que tenía, impartí mis órdenes, y corrí á casa de Camino, para darle cuenta de lo que acababa de hacer.
—En estos momentos—le dije,—sacan de sus casas á todos los jefes de la oposición, y por mi orden los llevan á la policía. Puede V. E. estar tranquilo. Aunque no tema el más ligero disturbio, le mandaré un piquete para su custodia, bajo las órdenes de un hombre de confianza.
¡Todo va bien! Quiso pedirme mayores datos, pero dejé los detalles para más tarde, limitándome á decir que Buenos Aires acababa de sublevarse, como se temía, y agregando:
—Ya comprende, Gobernador, que con los sucesos de Buenos Aires todo está justificado y nadie tendrá nada que decir. En cuanto secuestre las armas, y después de tenerlos un tiempo á la sombra, para que aprendan á no meterse á sonsos, los pondremos en libertad y ya no volverán á alborotar en muchos años.
—Sí, pero, ¿y los ministros?
—¡Valiente preocupación! Reúnalos y dígales...
Están acostumbrados á callarse y aprobar.
Cuando volví á mi despacho comenzaban á llegar á la policía los primeros detenidos, unos protestando enérgicamente contra el «atropello», el allanamiento de su casa sin orden de juez, la violencia contra sus personas, otros asustados y temblando, como criminales, los menos serenos y dignos, diciéndose que desde un principio sabían á lo que se exponían, algunos, por fin, suplicando que los pusieran en libertad, porque ellos «no habían hecho nada»,