como los muchachos de la escuela. En casos así, los gobiernos de provincia solían no ser muy blandos que digamos, y vejaban á los opositores presos, encerrándolos en calabozos inmundos, maltratándolos, obligándolos á hacer las tareas más viles, como limpiar los excusados ó barrer las aceras y la plaza pública. Esto se explica.
Las autoridades, y especialmente la policial, estaban siempre en manos de hombres rudos y toscos que habían ido, á veces desde años enteros, amontonando rencores, y deseaban vengarse de desaires y desprecios no por lo disimulados menos hirientes y sangrientos. Yo no tenía nada que vengar y quise ser buen príncipe. Ordené que se tratara á mis prisioneros con toda consideración, que se les alojara lo mejor posible en las oficinas, que se les permitiera hacerse llevar cama, ropa y comida, todo esto manteniéndolos, sin embargo, incomunicados con el exterior, y hasta me digné hacer que uno de mis subalternos les diera noticia de la revolución bonaerense, y les explicara que el Gobierno se veía obligado á tomar precauciones excepcionales, para la seguridad del país.
Entretanto, valiéndome de lo que habían descubierto mis espías y, sobre todo, de lo que me revelaron algunos conspiradores débiles de carácter, por librarse del castigo, y otros venales, por obtener recompensas, supe dónde estaban ocultas las armas—casi todas,—y las hice recoger.
La conspiración quedaba sofocada: teníamos quince ó veinte opositores de significación detenidos, y habíamos secuestrado un centenar de fusiles viejos, casi inservibles, y otras tantas lanzas hechas con cañas tacuaras y tijeras de esquilar.
En medio de toda esta agitación, tuve una sorpresa que en un principio me fué ingratísima, pero que me llegaba, precisamente, en el