escuchaba con creciente atención, tanto que su rostro comenzó á animarse y á tomar la astuta y resuelta expresión de antes. El «politiquero», el caudillo despertaba en él. No me había equivocado al esperarlo.
—Pero, ¿de qué se trata?—preguntó por fin, sin poderse contener.
—¿Cómo? ¿No sabe?
—Acabo de llegar de un galope de Los Sunchos.
He dejado el caballo á la puerta; no he visto á nadie, sino á tu sirviente que me dijo que estabas aquí.
—Pues estamos en momentos muy difíciles.
Ha estallado la revolución, terrible, en Buenos Aires, y aquí se iban á sublevar también si no los sorprendemos á tiempo. ¡Por eso me ve usted nada menos que de jefe de policía, don Higinio!
—Jefe de policía... Revolución... ¡Y yo sin saber nada!...
Olvidando por un momento lo que lo llevaba, obedeciendo á sus instintos, quiso saber cuanto ocurría, me pidió datos, aclaraciones, detalles...
El primer encuentro, que me hacía temblar, estaba atenuado como por un para-golpes, por la oportunísima revolución, que Dios bendiga.
Y aun me era posible atenuarlo más, dificultando para después cualquier choque violento.
—Usted llega como llovido del cielo—le dije en voz baja.—El piquete que hace la guardia en casa del Gobernador, está mandado por un oficial que no me inspira confianza. Usted podría ponerse al frente de él. ¡Es necesario!
—Si crees que puedo servir...
—Voy á redactar la orden de que el piquete se ponga á su disposición. Usted es amigo de Camino, y él estará más tranquilo á su lado.
Juzgué que había llegado el momento de hablar del asunto principal, y mientras escribía,