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SEGUNDA PARTE

I

Pasó tiempo, no sé cuánto, aunque á mí me pareciera bien largo en aquella edad privilegiada en que no se toman en cuenta las horas, ni los días, pero en que los años parecen tener el privilegio de no acabarse jamás. Y aunque, terminado el período de Camino, tuviéramos entonces otro gobernador—don Lucas Benavides,—éste se mostraba mi amigo y yo seguía desempeñando mis puestos, no diré con brillo, pero sí con cierta discreción que hizo acallar muchas de las malevolencias suscitadas en un principio por mi inesperado encumbramiento.

Se me agradecía, sin decirlo, la cortesía y la blandura que había demostrado para con los presos políticos, en la hora tragi-cómica de la revolución, contra todas las tradiciones y los precedentes provincianos. Aunque lo comprendiera muy bien, quien me confirmó en este pensamiento fué Vázquez, al volver con su título de doctor, recién conquistado en la Facultad de la provincia vecina. Alabó mi conducta, demostrándome que yo había dado un paso hacia las mejores costumbres políticas y sociales que los buenos ciudadanos soñaban para nuestro país.

—Empiezas bien—me dijo,—y no esperaba tanto de ti. Esas demostraciones de cultura son más eficaces que las barrabasadas de antaño, y elevan el nivel moral del país.

—¡Bah! ¡No seas exagerado!—repliqué.—He hecho lo que cualquiera.

—No. Has hecho más que otros: has dado un buen ejemplo.

Contribuía, sin duda, á su juicio benévolo, que á mí, en realidad, me importaba bien poco, el estado beatífico en que se hallaba, con un título respetable para la mayoría, recursos suficientes que su padre le proporcionaba, y una novia bonita y de alta posición social—María Blanco.—Pero, al decir novia, no me sirvo de la palabra exacta, porque María Blanco, la patricia por antonomasia, no hacía, en realidad, más que «distinguirlo», dejando suponer estas distinciones que llegaría probablemente á ser su novia. No estaban «comprometidos» en forma alguna, según él mismo me lo confió en un momento de expansión. Con todo, la posición social, sentimental y pecuniaria de Pedro, era brillante.

Yo, en cambio, atravesaba un momento algo difícil: había jugado mucho en todo aquel tiempo, pues, aparte las intrigas amorosas, y según creo haberlo dicho ya, no se me ofrecía otra diversión en aquella ciudad amodorrada y taciturna.

Y así como había jugado había perdido, casi hasta agotar mi crédito. Tampoco me era posible, por el momento, echar mano de mi fortuna, grande ó pequeña, porque estaba indivisa con mamita, y liquidarla entonces hubiera sido una locura que nos dejara en la calle.

Para remachar el clavo, en una larga partida con varios personajes venidos de Buenos Aires, perdí cierta noche unos diez mil pesos (no eran diez mil pesos, en realidad, sino su equivalente, no adoptado aún el actual sistema monetario), y para pagar me vi en las más graves dificultades.

Ya desesperaba de conseguir un préstamo tan crecido, cuando me acordé de Vázquez, y acudí á él, como último recurso, pensando que sería de buena política ocultarle la verdadera causa de mis apuros.

—Quiero instalarme bien—le dije,—poner una casa decorosamente amueblada, y me acosan al propio tiempo algunas deudas apremiantes.

Tú sabes que tengo con qué responder y que no estoy en el caso de trampear á nadie; pero te agradeceré como un señaladísimo servicio que me prestes veinte mil pesos, lo más pronto posible. ¿Los tienes? Porque no dudo que, á tenerlos, me los prestarás inmediatamente...

—Haces bien en no dudar; pero, por el momento, no los tengo—me contestó.—Habría que esperar...

—¡Es que el caso es urgente, muy urgente!

—Entonces, no se trata sólo de instalarte.

—Ya te dije que tenía algunas deudas de honor.

—¡Vaya! ¡sé franco! ¿has jugado y has perdido? No vacilé, entonces, en decirle la verdad.

—Es cierto—exclamé.—Por eso hablaba de una deuda de honor. Tienes buen olfato. ¿Podrás, aunque sea haciendo un sacrificio, procurarme esos pesos dentro de las veinticuatro horas? ¿de las doce, mejor dicho, porque ya llevo otras doce perdidas?

—Sí. Acompáñame, y los tendrás.

Fué á ver á uno de sus parientes, que no vaciló en prestarle la suma, sobre sólidas garantías probablemente, porque los viejos de mi provincia no soltaban el dinero así como así, ni aunque se tratara de su padre. Abreviando:

aquella misma tarde pude pagar á mis ganadores, quedándome con una cantidad importante, que me permitiría comenzar á poner casa, como era, en realidad, mi deseo, y, buscando el desquite, hacer una que otra partidita. Vázquez no quiso aceptar pagarés, ni siquiera un recibo...

Yo había vivido hasta entonces en el hotel, bastante bien instalado, pero esto me traía más de una seria dificultad, pues no me hallaba «en mi casa», y todos mis actos se veían continua y necesariamente fiscalizados, no sólo por la servidumbre, más ó menos fiel y discreta, al fin y al cabo, sino también por los extraños que iban á hospedarse allí. Aunque mi departamento estuviera relativamente aislado, sin otros aposentos vecinos, al fondo de uno de los grandes patios de la vetusta casa de familia, transformada en hotel de la noche á la mañana, era imposible impedir que los huéspedes pasaran á menudo por mis dominios, y, más que todo, que vieran quién entraba y quién salía de mis habitaciones. Tomé, pues, una casita en una calle poco frecuentada pero muy céntrica, y la amueblé, aunque modestamente, con las mayores comodidades que entonces podían conseguirse en provincia. Hice, también, arreglar el pequeño jardín que, con sus cuatro higueras, sus seis perales y su grupo de «albarillos», extendiéndose detrás de las habitaciones, iba á dar á otra calle, más solitaria aún que la primera.

Tenía así casa y garçonnière al propio tiempo, y como jefe dirigente de todo aquello, puse á mi antiguo compinche Marto Contreras, el hijo de mi amigo el mayoral de la diligencia de Los Sunchos, que—aspirando á la dignidad de «vigilante», como á un bastón de mariscal,—me había pedido muchas veces que lo llevara á la ciudad, y hombre en quien podía confiar tan ciegamente como Camino en su asistente Cruz.

Hecho esto, sintiendo de nuevo la escasez de fondos, resolví pensar seriamente en mis asuntos de interés, y darme cuenta exacta del estado de nuestra fortuna.

Don Higinio había preparado muy hábilmente el negocio de la chacra, obligado punto de partida de nuestro posible enriquecimiento, pero en los últimos tiempos lo dejó completamente de mano, como es natural, aunque—debo decirlo en honor suyo,—sin destruir, la obra con vindicativo espíritu, quizá por ingénita caballerosidad, quizá porque abrigara aún la esperanza de verme yerno suyo, quizá también porque yo era ya demasiado fuerte para hacerme la guerra con armas pequeñas y miserables.

Había que herirme de muerte ó no tocarme, sin término medio. Entretanto, como nadie se ocuparía del negocio si no me ocupaba yo, resolví ir á Los Sunchos, á darle la última mano, aprovechando la noticia de que la oposición, lanzada años atrás en ese camino por la habilidad de Rivas, reclamaba á gritos la apertura de las calles que mi chacra interceptaba, sin darse cuenta de que así hacía precisamente el juego de uno de sus enemigos. En mi carrera política, muchas veces he tenido oportunidad de ver producirse este fenómeno, más común de lo que se creerá. No hay mejor colaborador que el adversario, cuando uno sabe servirse de él.

Un día, pues, salí para Los Sunchos, con toda la pompa que exigía mi alta posición de diputado y jefe político, aunque con la aparente modestia que cuadra á un demócrata criollo.

Fuí á caballo, vestido de bombacha, poncho, chambergo y botas, pero llevando conmigo una pequeña escolta, como que iba «en misión oficial» á realizar una visita de inspección á las policías de los departamentos, y especialmente del mío. Era bueno no dejar que aquellos «tigres» supieran exactamente mis propósitos,